Marcela de Buenos Aires escribió:
Desde que tengo memoria llevo siempre conmigo, como impregnada y de antemano a cualquier experiencia, la certeza de no encajar. La llevo como mi segunda piel, una manera de asumir como soy que marca siempre mis experiencias sin que yo siquiera me diera cuenta cuánto. Sé siempre que no sé cuáles son las reglas del juego — al menos tengo esa certeza. Siempre, en cada circunstancia, las tengo que aprender de cero. Al entrar en una fiesta donde no conozco a nadie, al conocer a alguien nuevo, al relacionarme con mis colegas todos los días, en un lugar público: siempre siento que hay una regla, sólo para mi desconocida, que tengo que descifrar para poder relacionarme “apropiadamente” con esa persona o ese lugar o situación. Es algo que ya está ahí, antes que lo piense: una asunción. Cada paso que doy es casi como empezar de cero, y todo absolutamente se vuelve un desafío, al menos en cuanto a las relaciones.
Dependiendo de mi humor, el mundo puede aparecerse de a momentos hostil, desconocido, desafiante, una montaña enorme a escalar, un obstáculo por delante. Siempre. Nunca es simple. Nunca entro a un lugar o me encuentro con una persona y me siento espontáneamente que pertenezco, que estoy totalmente cómoda en mi piel, que no hay un desafío escondido que tengo que descifrar. Me es desconocida esa sensación de sentirme en casa, pero paradójicamente no puedo dejar de buscarla en cada encuentro y en cada sensación. Casi siempre me siento en un limbo perpetuo. La excepción es, a veces, cuando estoy sola. Solo estando sola, en ciertas ocasiones, logro sentirme totalmente centrada y en contacto con mis sentimientos y pensamientos más profundos, completamente cómoda, contenta y satisfecha con quien soy y con lo que tengo.
Tal vez todo esto sea un resabio de haber tenido que descubrir las reglas nuevas cada vez que nos mudábamos de país, más o menos cada tres años, cuando yo era chiquita. Desde mis dos años, cuando nos mudamos a NY, y hasta bien entrada la adolescencia, cuando volvimos a Buenos Aires, y después, ya mayor, por decisión mía, a lo largo del resto de mi vida, siempre me tuve que enfrentar al desafío de encontrar un lugar de pertenencia en espacios totalmente nuevos. Incluso en donde se supone que es mi propio país, y más dolorosamente por eso, siempre experimenté esta sensación de desencaje profundo, natural, espontáneo. Lo doloroso y a la vez excitante de mi experiencia de Buenos Aires, la ciudad donde nací, es justamente que esa sensación profunda de no pertenecer, de no conocer las reglas (que permanece a pesar del intento de quedarme a vivir allá por varios años y asistir a la universidad), de ser siempre un poco diferente pero no saber por qué, en qué, siempre va de la mano con una sensación opuesta pero no menos profunda: la sensación de que de alguna forma totalmente abstracta e imposible de explicar algo increíblemente profundo y dramático y entrañable me ata a ese lugar. A pesar de esta fuerte e innegable conexión que siempre existió, no se ha roto el embrujo que me mantiene siempre suspendida y sabiéndome un poco afuera de la cancha allí en ese lugar justamente, siempre.
Tal vez sea la experiencia de siempre tener que cambiar de colegio, de país, de casa, de barrio, de cultura; siempre despedirse y tener que encontrar de nuevo mi lugar. Pero a veces me pregunto si es eso y si eso tiene el poder de marcarme así para toda la vida. Llevo casi 8 años ahora viviendo en NY, más de lo que he vivido en cualquier otro país, y no sólo sigo sintiendo en carne viva día a día el desencaje, pero me he dado cuenta recientemente que siempre lo voy a sentir – aunque me quede 50 años y forme una familia acá.
Puede ser esto en parte intrínseco a la experiencia del inmigrante, pero es algo más, porque algo me dice que podría haberme “adaptado” más, especialmente considerando que viví acá cuando era chiquita y que toda mi vida fui a colegios americanos y me relacioné con gente de acá, cosa que me pone en un lugar de “privilegio” o de “ventaja” respecto de un inmigrante que no tuvo esa experiencia a lo largo de su vida y para quien llegar a este país es genuinamente una nueva experiencia. Sin embargo, a veces me siento más inmigrante y más de afuera que un inmigrante que no habla inglés y para quien esta cultura es totalmente ajena, pero que sin embargo viene tan dispuesto a amalgamarse y a aprender que lo logra, muchas veces con una rapidez impresionante.