No entender las diferencias nos asusta. Y en vez de apreciar la información que puede enriquecernos proveniente de las perspectivas de los otros diferentes a nosotros, reaccionamos con el impulso primitivo de pelear o huir. Esto es el comienzo de un círculo vicioso que termina mal para todos.
Al principio, cuando el coronavirus se convirtió en pandemia, surgió una sensación de “ahora estamos todos en el mismo barco”. Desafortunadamente, esta hermosa (aunque haya sido causada por un motivo horrible) sensación de humanidad como una sola comunidad, nos obligó a reconocer, casi de inmediato, que estamos en la misma tormenta, pero cada uno está en su bote propio y diferente de los demás.
Y la clásica división de “nosotros y los otros” resurgió más fuerte que nunca.
La narrativa conspirativa de culpar a alguien, siempre al otro, siempre el diferente sólo ayuda a transformar algo muy complejo y difícil de entender en una simplificación casi caricaturesca de la realidad. Transformación que terminó por empujar a la gente a tomar decisiones basadas en creencias sesgadas, y noticias falsas, decisiones impulsivas sólo provocadas por impulsos emocionales, sin datos reales y comprobados.
Se requiere mucho valor y un profundo sentido ético para parar nuestra reacción primitiva de pelear y atacar al que tenemos enfrente, e intentar una mayor consciencia para encarar la situación.
La otra opción es mirar, nuevamente, al otro sin perjuicios, o por lo menos con mayor consciencia de nuestras formas de pensar. Miremos de nuevo intentando ver las diferencias simplemente como diferencias y no como una conspiración maliciosa. Así estaríamos ejerciendo nuestra condición de ser ser humano, de pertenecer a la única especie que piensa sus emociones antes de actuar.